Leyenda
de Gayalmana y el mirador de la odalisca
Viéndome reflejado en el agua de la fuente de la
plaza, a mi memoria vino una ciudad de costa mediterránea, y con ello una
leyenda que una amiga de aquellas tierras me contó una vez.
Con la mente florecida de imaginación escribí esta
leyenda, que espero, lectores, que os sumerja tal y como lo haría la ciudad.
—¡Gayalmana, ven a mi lado! —ordenó el monarca
mientras escribía una de sus poesías—. Necesito de tu belleza para que de mí
broten las palabras.
—Ya voy, señor —Agachó la cabeza la cristiana y fue.
Gayalmana, cautiva y forzada a servir en el harén del
rey musulmán, siempre había sido la favorita de al-Mutsim, pues además de amar
la música y la poesía, ella podía compararse con la Alcazaba, pues ambas eran
bellas, laberínticas y llenas de explendor tanto por fuera como por dentro.
Pero Gayalmana quería ser libre, pese a los lujos que tenía en el palacio, ya
que la libertad no podía cambiarla por nada.
Un día, en la corte empezaron rumores sobre un nuevo
prisionero.
—¿Y como dices que es ese tal Abel?
—Es joven al igual que parece noble. Porque es
cristiano, señor, pero si no diría que su voz y arte son creación directa de
Alá. Una vez lo descubrí cantando y no pude irme hasta que finalizó,
simplemente su voz, serena y dulce, me atrapó. Creo que sus melodías pueden
calmar fieras y enamorar a cualquiera.
—Eso habrá que verlo —masculló con cierta envidia.
—Yo también quiero verlo, ¿podré ir contigo? —preguntó
la dama.
—Tú no, Gayalmana, es peligroso que vayas a ver a los
prisioneros.
Pero poco tardó la joven en desobedecerlo, porque al
oír resonar la voz de Abel mientras cantaba una canción de su tierra natal, la
melancolía que sus notas escondían la atrajo e hizo que a las celdas bajase.
A simple vista, ambos se encontraron en el otro,
compartían el deseo de escapar y ser libres. Así que comenzaron a comunicarse
en secreto y compartieron historias y deseos, cosa que hizo que a través de las
rejas brotara su amor profundo y prohibido en aquellas lóbregas cárceles.
Aunque para desgracia de los enamorados no pudieron
esconderlo por demasiado tiempo.
—¡Qué te dije de acercarte a las celdas, Gayalmana!
—gritó al-Mutsin lleno de celos y de rabia, tanto que sus ojos se podían ver
exaltados y rojos—. Como no me puedes obedecer, tendré que mandarte encerrada a
la más alta de las torres de este palacio, ahí ningún canto de ningún varón te
atraerá.
El rey hizo una pausa y se aclaró la garganta.
Aterrada, a la joven le temblaba el cuerpo por lo que pudieran decretarle a
Abel. Lo miró buscando sus ojos claros, que fuera de la oscuridad de la prisión
brillaban más. Allí se dio cuenta que no solo era precioso por dentro, también
lo era por fuera.
—Y tú, prisionero, no mereces ocupar espacio en el
palacio cuando has intentado robarle al rey. Mereces la muerte, y ese será tu
castigo.
Gayalmana intentó escaparse de quienes le sujetaban y
acudir a brazos de Abel, pero fue en vano. Mientras la llevaba una a la torre
donde sería cautiva, de sus ojos brotaban lágrimas cristalinas que se
deslizaban por su cara como si fuera de porcelana, y que contaban que había
perdido lo que más amaba del palacio.
No tardaron en subir a la torre más alta del Alcazaba,
pero a la muchacha en cada escalón le venía la mente el fatal destino de su
amado. Ya dentro, tan desesperada estaba que se asomó a una pequeña ventana y
pudo ver toda Almería desde ella; sus estrechas calles, las secas plantas por
el clima, el mar Mediterráneo que baña en la provincia… pero no halló respuesta
a su problema, simplemente más desespero, porque ella quería estar en aquellas
calles con Abel y no encerrada sola.
Pero entonces vio la oportunidad de hablar con el
guarda que la custodiaba y le contó su caso, muy apenada. El guardia fue
comprensivo y le otorgó la libertad, así que pudo correr a la celda de Abel.
—¿Qué haces aquí? —Sus ojos estaban muy abiertos,
llenos de sorpresa.
—He conseguido escapar. Huyamos, me sé un pasadizo que
nos hará libres.
Y juntos intentaron escapar por las zonas más ocultas
del Alcazaba, pero no tardaron en ser descubiertos y perseguidos por el rey y
sus guardias hasta el alto de una torre. Abel, sin ver otra salida, se preparó
para saltar, pues prefería quedarse sin vida para que su amada fuese libre.
—Creíste que que podías burlar dos veces al mismo
hombre y salir impune… —El rey, con gran cólera, empujó a Abel desde la
muralla.
Se dice que Gayalmana, desolada, lamentó tanto que sus
llantos resonaron por toda la noche almeriense. También se dice que Abel,
intentando calmar a su amada, a veces vuelve a la vida para intentar consolarla
y por eso hay que ser precavidos de noche al ir allí.